Los años de trabajo clínico son fundamentales en la acumulación de saberes. Algunos, aprendidos a través del estudio riguroso, otros del trabajo reflexivo en equipo y una parte importante, de la escucha atenta a adultos, niños y jóvenes que han vivido desde diferentes lugares la separación.

Mucho de lo que me ha sido útil cuando acompaño a parejas en este proceso ha surgido desde la experiencia en terapia de esas mismas parejas y sus familias.  Los adultos que han vivido la separación de sus padres en la infancia o en la adolescencia, relatan esa experiencia como una experiencia significativa en sus vidas. Independientemente de cómo transcurrió y cuáles fueron las consecuencias de esa separación, siempre es significativa y marca de alguna manera sus vidas adultas.

Las buena separaciones, aquellas en que los padres logran mantener una relación de respeto entre ellos, que siguen siendo padres juntos, además de desplegar y desarrollar una buena maternidad y paternidad, que ponen en el centro a sus hijos y que los protegen y dejan al margen de las dificultades de los adultos y que se coordinan con suficiente fluidez para satisfacer las necesidades de ellos… esas separaciones causan dolor, pero luego, permiten que la vida continúe para todos y que los hijos se sigan desarrollando, adaptándose y aprendiendo de otra manera de vivir la familia. Los hijos de estas separaciones, de a poco,  van construyendo buenos recuerdos de infancia y adolescencia con su padre, con su madre, con las familias de cada uno y a veces, con todos juntos.

Las malas separaciones en cambio, aquellas que mantienen a los hijos sumergidos en un conflicto parental permanente, dejan feas cicatrices en todos y en algunos casos, heridas que nunca se pueden cerrar o que de tiempo en tiempo, se vuelven a abrir y entonces, causan dolor como al principio.

Estos adultos, tienen malos recuerdos. Malos recuerdos no solo del momento y el conflicto desatado cuando sus padres se separaron, sino de una vida de infancia y juventud marcada por el conflicto entre ellos. De una vida que transcurrió entre episodio y episodio de peleas y de tensiones entre sus padres que casi siempre tuvieron que ver con los hijos: por las horas de “entrega”, por los remedios que les dieron o no, por la manera en que se vistieron, por la hora en que se acostaron, por a quién le correspondía a la reunión del colegio, por la  manera en que resolvieron una dificultad, etc.

En terapia habitualmente les pregunto a los adultos cuyos padres se separaron por sus recuerdos de infancia y adolescencia. Indefectiblemente, quienes fueron hijos de malas separaciones tienen malos recuerdos. Los primeros que se les vienen a la memoria son los malos recuerdos de momentos que deberían haber sido buenos:  la primera comunión, los paseos de curso, las actividades padre/madre/hijo en el colegio, las graduaciones, los cumpleaños, las navidades, los viajes, sus propios matrimonios, el nacimiento de sus hijos e hijas.

Son recuerdos que aún en la adultez, resultan dolorosos y no es raro que sean los primeros que surgen, porque duelen especialmente ya que son hitos en la vida que todos esperamos que estén cargados de alegría, de cariño, de encuentro y de emociones positivas. Pero para ellos no es así, pues sus padres no logran dejar el conflicto de lado y convierten la experiencia en una experiencia que antes, durante y después, está cargada de tensiones.

Los adultos recuerdan que se angustiaban cuando se acercaba el cumpleaños, que sabían que iba a haber discusiones entre sus padres por el lugar, por los invitados, por dónde se sentaban, quién estaba en la primera fila, por el dinero… por todo.  Querían crecer para no tener que considerar a sus padres en esas decisiones y a veces, incluso para poder dejarlos fuera de momentos importantes con tal de estar tranquilos y poder disfrutar de un momento importante en sus vidas.  Con el paso del tiempo fueron eligiendo tempranamente celebrar con sus amigos y no con sus familias, salir de vacaciones con sus amigos y no con su familia, compartir la titulación con sus amigos y no con su familia. Algunos prefirieron incluso dejar  fuera de sus vidas a uno de sus padres para dejar de sufrir en medio de las tensiones. Fueron aprendiendo a esquivar el conflicto para poder tener buenos recuerdos de sus momentos importantes.

Escuchar esto ha tenido importantes implicancias en mi trabajo clínico. Una de ellas es preguntarles a los adultos que se están separando ¿Qué recuerdos quieren construir hoy para el futuro de sus hijos?

A partir de esta pregunta pueden conectarse con que lo que están haciendo en el presente, con la manera en que están enfrentando y resolviendo las dificultades propias de una relación que tiene que transformarse de conyugal y parental a una exclusivamente parental, con la manera en que están viviendo su dolor y las consecuencias que esto tiene para sus hijos e hijas.  

La pregunta ¿Qué recuerdos quieren construir hoy para el futuro de sus hijos?, enfrenta a los padres con la responsabilidad que tienen con las decisiones que toman en el día a día y los caminos que eligen para sus vidas y las de sus hijos. Los ayuda a ser conscientes de que el futuro emocional de sus hijos, así como los modos en que se relacionarán con ellos y con otros se construye en el presente, en esas pequeñas cosas de hoy que harán una gran diferencia mañana.

Los terapeutas tenemos que apoyar a los padres, especialmente a aquellos a quienes más les cuesta por el dolor que cargan, a que tomen decisiones que construyan buenos recuerdos para sus hijos e hijas.

Ps. Claudia Cáceres P.

Miembro equipo COOPERATI